Comentario
Aun reconociendo su carácter globalmente novedoso, el sistema inquisitorial hunde sus raíces en lejanos precedentes ideológicos. Desde el campo eclesiástico quizá el más evidente sea el de san Agustín, que al calor de la querella donatista desarrolló una compleja teoría sobre la bondad de la apelación al poder civil en la lucha contra los herejes. Asimismo la tradición jurídica bajoimperial contra cualquier clase de disidencia religiosa se mantuvo en la legislación bizantina, y más modestamente en la occidental, que contempló siempre la muerte en la hoguera contra el delito de brujería.
Sin embargo, la concreta base teórica en la que descansaría el nuevo procedimiento inquisitorial se encuentra en la canonística del siglo XII. En su famoso "Decreto", Graciano (1159) identificaba ya a la herejía con una suprema violación del "bien común", obligando así a la Iglesia y al Estado a una política de colaboración activa. En la lucha contra los herejes, concebida como defensa del mencionado bien, la primacía debía corresponder sin duda al poder espiritual, encargado además de dictar sentencia, en tanto que la autoridad secular, subordinada a la eclesiástica, la ejecutaría. También en Graciano se encuentra ya la identificación de la guerra contra los herejes e infieles con la cruzada, idea en la que los canonistas posteriores no harán sino incidir. La defensa de la pena de muerte contra el hereje pertinaz, que puede encontrarse en autores como Sicardo de Cremona, Esteban de Tournai y Rufino, se vería incluso sobrepasada por Huguccio (1210), que define por vez primera a la herejía como "crimen lesae maiestatis".
Durante mucho tiempo la Iglesia se mantuvo sin embargo ajena a estas novedades. Frente al sistema inquisitorial posterior, siguió predominando hasta la segunda mitad del siglo XII, el de carácter acusatorio, que tomaba como eje de la actuación eclesial al obispo diocesano, previa denuncia de la feligresía. Al depender todo de la delación de los fieles y no de la investigación del prelado (a lo sumo de indagaciones indirectas realizadas con ocasión de las visitas pastorales), la presencia de herejes solía escapar a la vigilancia eclesiástica, especialmente allí donde era firme la cohesión social. En cualquier caso, la misión del obispo no era tanto la de reprimir como la de hacer volver a la verdad a los disidentes, y de ahí la conveniencia de convocarles a público debate. La finalidad pastoral, a lo sumo penitencial de la lucha contra los herejes no sobrepasaba además el mero ámbito local y, en el caso de juzgarse necesaria, la pena prevista era sólo de carácter espiritual. Aunque las apelaciones al brazo secular fueran cada vez más frecuentes la idea de una permanente y sistemática colaboración entre ambos poderes no existía aún.